Jorge Navarrete

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JORGE NAVARRETE, Abogado

Por: Jorge Navarrete | Publicado: Lunes 28 de febrero de 2022 a las 04:00 hrs.
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Sostuve en un programa de televisión durante enero que, números más o menos, las encuestas de opinión muestran un proceso de desafección con la tarea y resultados de la Convención Constitucional. Pese a la andanada de críticas que recibí por dicho comentario, no hice un juicio de valor, sólo una mera descripción de lo datos que tenemos a la vista. A todo lo cual agregué, y esto sí es una apreciación política, que de continuar esta tendencia se abría una posibilidad para que el rechazo se transforme en una alternativa “viable o posible” (lo que no es lo mismo todavía que “probable o segura”).

Hice ambas afirmaciones en el entendido de que los últimos resultados electorales -el triunfo de Kast en primera vuelta y el buen lugar de la derecha en el Congreso- abrían una interrogante sobre lo mayoritario del espíritu refundacional observado en el último plebiscito y en elección de los constituyentes; no cuestionándose la voluntad de cambios, pero sí matizando la profundidad y velocidad de estos.

En particular, advertimos cómo aquellos “hijos ilegítimos” del estallido social -es decir, los que muchos no quisieron reconocer y enfrentar (pienso en la violencia, el orden y la seguridad, la inmigración, o la propiedad)- se habían transformado en banderas del sentido común ciudadano. Estas, en un escenario de mayor polarización, operaron como la reacción a la acción octubrista o, si se prefiere, como una contrarreforma a la reforma, atemperando en algo las fuerzas e inercias iniciales.

Pero en la Convención Constitucional no parecen haber tomado nota de todo aquello; no al menos con la contundencia que expresaron los resultados. Y aunque queda mucho paño por cortar -y muchas normas han sido rechazadas y otras han vuelto a las comisiones para su reformulación-, el actual debate sobre nuestra nueva carta fundamental continúa más en la lógica de la imposición que del acuerdo, como también más prevaleciendo las legítimas miradas particulares por sobre el necesario interés general.

En efecto, una buena Constitución es la que, en un sentido, no debe dejar plenamente satisfecho a nadie, expresando un acuerdo común donde todos se sientan meridianamente representados; y quizás lo más importante, donde se establecen las reglas del juego, pero no se impone la forma de jugar el partido (como en muchos sentidos sí hace la actual).

Con todo, no se me escapa el esfuerzo de exageración que, en uno y otro sentido, se hace del quehacer de la Convención, tanto de sus miserias como virtudes. Resulta sorprendente, por no decir patético y vergonzoso, que varios miembros de dicha asamblea sólo hagan noticia por sus exabruptos y nunca por sus aportes. Una responsabilidad que también comparten algunos medios de comunicación y periodistas, que parecieran haber renunciado a la tarea de informar cuando aquello no resulta coincidente con influir o, peor todavía, con vender. Y para qué decir de dirigentes políticos y otros influenciadores públicos, que han olvidado la razón para dejarse llevar por la pasión, abrigados en un mar de miedos, odios y resentimientos que, alimentados por la impunidad de la mentira o las medias verdades, terminan reducidos a un hashtag de redes sociales.

Pero en ese vértigo de las élites polarizadas, donde muchos declaran que votarán Apruebo o Rechazo no importando cual sea el contenido de la propuesta constitucional, emerge una ciudadanía a ratos mucho más sabia, más razonable y con sentido común. Ella tendrá la última y definitiva palabra.

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